Viaja solo, sin dinero. Ha dormido en barcos abandonados e islas desiertas, entre mil peripecias. Su perfil sería el de cualquier otro mochilero si no fuera porque es un crío y se traslada en silla de ruedas. Ahora, este chaval barcelonés detalla todas sus aventuras en un libro en el que desarrolla el felicismo, su alegre filosofía de vida. ¿Próximo destino? África.
Por Álvaro Colomer; Fotografías de Thomas Canet
Albert Casals (Barcelona, 1990) tenía 14 años cuando se plantó delante de sus padres y les dijo que quería ver mundo. «Demasiado joven», pensaron. Pero conocían bien al testarudo de su hijo. Cuando a ese chaval se le metía algo en la cabeza, no había forma de detenerlo. Además, el instinto aventurero le venía de pequeño, cuando se escabullía durante las excursiones para reaparecer, al cabo del tiempo, con algún desconocido o con la narración de la aventura vivida durante su escapada.
Aún así, hasta ese momento los padres de Albert, Àlex y Mont, habían controlado su afán explorador, pero ahora, alcanzados los 14 años, sabían que no podrían retenerlo durante mucho tiempo más en la localidad barcelonesa de Esparreguera, donde residen. De modo que, con el corazón en un puño y sabiendo que nadie entendería su opción, le dieron permiso para viajar. Pero antes de continuar, quizás habría que añadir un detalle a esta historia: a los 8 años, una leucemia dejó a Albert Casals en una silla de ruedas.
Entrenamiento. Este chico de melena teñida, ojos cautivadoramente azules y tatuaje de Ave Fénix en el brazo derecho emprendió viaje a los 14 años. En solitario y prácticamente sin dinero. «Antes le enseñamos algunas cosas básicas: montar una tienda de campaña, coger el tren, aprender a orientarse en la ciudad… Luego hicimos un viaje a Bruselas a modo de entrenamiento. Yo sólo hacía de acompañante: él tomaba las decisiones, compraba los billetes y se comunicaba con la gente», recuerda su padre.
Llegó el verano de 2006 y, tal como explica en su libro “El mundo sobre ruedas”, Albert Casals emprendió su primer viaje en solitario, ya que los padres de sus amigos se negaron a que éstos lo acompañaran por considerarlos –lógicamente– demasiado jóvenes. «Al principio lo pasamos mal, como en esa ocasión en la que nos llamó la policía de Bruselas y pensamos que le había pasado algo, pero luego vimos que se desenvolvía bien. Él nos va llamando y nos cuenta cómo va todo», explica su madre. Sus ruedas han pisado 25 países, algunos más que los referidos en el libro. Desde su génesis hasta su publicación, Albert ha tenido tiempo de recorrer durante seis meses América Latina, a donde partió con 20 euros en el bolsillo y de donde regresó con la misma cantidad, gracias a su capacidad para hacer amigos que le dan cobijo y a su habilidad para consiguir dinero haciendo piruetas con la silla en la calle o realizando labores para terceros.
Durante estos tres años, le ha pasado de todo: ha dormido en barcos abandonados e islas desiertas; ha tenido que reparar su silla de hierro con cinta adhesiva para seguir adelante; ha aprendido a colarse en los trenes, incluso teniendo que esquivar al revisor con un objeto tan aparatoso como su propio medio de transporte; se ha enfrentado a huracanes y ha viajado con contrabandistas; ha volcado un camión y ha ido de copiloto junto a un niño de 9 años ¡que conducía un tráiler de 10 toneladas!; en definitiva, ha visto un mundo al que ningún chico de su edad –y menos en silla de ruedas– tiene acceso.
Y así, rodando de un país a otro, y probablemente sin ser consciente del extraordinario sacrificio que hacían sus padres al dejar partir a un menor –sacrificio que algunos llamarían temeridad–, ha alcanzado dos conclusiones básicas que pueden leerse en su libro: «Habré conseguido lo que me propongo si, a lo largo de mi historia, os habéis preguntado al menos una vez por qué no hacéis las cosas que realmente queréis hacer: ¿Quién os lo impide, aparte de vosotros mismos? (…) No hay excusas. El ‘no puedo porque’… siempre es un pretexto». Y la otra enseñanza: «Después de que te hayan acogido 35 veces en casas diferentes, empiezas a sospechar que tal vez el mundo no sea un lugar lleno de asesinos en serie con ganas de abrirte en canal».
Evidentemente, Albert también ha tropezado con gente que ha tratado de impedir que continuara con su sueño de conocer mundo, como le ocurrió en un tren en Venecia, donde el revisor quiso prohibir el acceso a aquel menor de edad sin padres a la vista. O como le pasa en los aviones, cuando las azafatas se estremecen al ver llegar al chaval que no deja que nadie le coja en brazos para llevarlo hasta el asiento (la silla no pasa por el pasillo), sino que se tira al suelo, gatea como guerrero en trinchera, avanza hasta su asiento, trepa por el reposabrazos y se sienta de un brinco ante la mirada, siempre estupefacta, del pasaje.
Gran pericia. Albert Casals es casi un atleta. Con la silla de ruedas hace cabriolas sorprendentes y, aun siendo un chaval obviamente delgado, sus brazos lo encaraman a la cima más alta. Sube y baja de la silla con una pericia asombrosa, trepa a los árboles con una rapidez pasmosa, asciende y desciende escalones con un control absoluto de su medio de transporte. En definitiva, se ríe de la multitud de barreras arquitectónicas que ha encontrado a lo largo y ancho del mundo.
Da la impresión de que el mundo no está preparado para los minusválidos, pero ocurre que Albert Casals no ve diferencias entre quienes pueden o no manejar las piernas. La fuerza de voluntad y la agilidad de sus brazos son suficientes para visitar cualquier país, características que, además, han hecho que la Fundación Step by Step, dedicada a la rehabilitación de pacientes afectados por lesiones medulares, le haya nombrado embajador. «La silla te ayuda a viajar porque elimina el miedo. Cuando haces autostop, los conductores te recogen porque no te consideran peligroso», explica Canals sin siquiera sopesar que el miedo debería tenerlo él respecto a los conductores. «Y otra ventaja: la gente se me acerca porque tiene curiosidad por saber quién es ese chico de pelo azul que viaja por el mundo sin un duro y montado en una silla. Y así hago amigos nuevos que me ayudan», sentencia.
De todas estas experiencias, Albert ha extraído su propia filosofía vital, bautizada con el nombre de felicismo, según la cual nada ni nadie debe impedir que alcancemos el fin último de nuestra existencia: la felicidad. «Lo único que importa es ser feliz. Nada más que eso. Por tanto, todo lo demás sobra. El felicismo sólo te dice que enfoques tu vida en la búsqueda de la felicidad», razona. Es una escuela de pensamiento en principio bastante evidente, pero que no todo el mundo aplica en su vida cotidiana. A sus 18 años, Casals la lleva a rajatabla, como demuestra el hecho de que hace unos días pasara la tarde, con otros amigos, en un parque infantil. «Algunos dicen que eso es para niños, pero nos lo pasamos en grande. No importa lo que digan los demás».
Máximas. Gracias al felicismo, a sus agallas, a cierta dosis de ingenuidad normal en su edad y a la extrema permisibidad de sus padres, el chico ha recorrido medio mundo y se prepara para hacer lo propio con el otro medio. Porque, después de haber conocido Europa, Asia y América Latina, se prepara para afrontar su gran reto: África. Sus padres le miran resignados cuando se le llena la boca con este continente: «Seguro que todo sale bien. No os preocupéis», tranquiliza. Pero el problema no es que vaya en silla de ruedas. Eso no preocupa a su madre porque sabe que Albert se maneja mejor con ese vehículo que muchas personas con sus pies. El problema es que va solo a un destino que, al menos desde aquí, parece peligroso.
De todo lo que le suceda extraerá, probablemente, la segunda parte de su libro y quién sabe si algo más. Porque su afición a la fantasía ya le ha llevado a escribir alguna novela que no ha conseguido acabar. Tal vez tiene la edad perfecta para acumular experiencias y convertirlas en ficción. Quién sabe. «Ahora me estoy tomando un año sabático antes de ingresar en la universidad, y después supongo que me matricularé en alguna carrera divertida, como Antropología o Filosofía».
Así se divierte Albert Casals: leyendo a Terry Pratcher, jugando a Dragon Ball, discutiendo sobre agujeros negros con su padre y viajando según esa máxima que aprendió en la película Toy Story: «Lo que hacía hasta ahora no era viajar; era desplazarme con estilo».
Fuente: http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2009/499/1239987808.html
Por Álvaro Colomer; Fotografías de Thomas Canet
Albert Casals (Barcelona, 1990) tenía 14 años cuando se plantó delante de sus padres y les dijo que quería ver mundo. «Demasiado joven», pensaron. Pero conocían bien al testarudo de su hijo. Cuando a ese chaval se le metía algo en la cabeza, no había forma de detenerlo. Además, el instinto aventurero le venía de pequeño, cuando se escabullía durante las excursiones para reaparecer, al cabo del tiempo, con algún desconocido o con la narración de la aventura vivida durante su escapada.
Aún así, hasta ese momento los padres de Albert, Àlex y Mont, habían controlado su afán explorador, pero ahora, alcanzados los 14 años, sabían que no podrían retenerlo durante mucho tiempo más en la localidad barcelonesa de Esparreguera, donde residen. De modo que, con el corazón en un puño y sabiendo que nadie entendería su opción, le dieron permiso para viajar. Pero antes de continuar, quizás habría que añadir un detalle a esta historia: a los 8 años, una leucemia dejó a Albert Casals en una silla de ruedas.
Entrenamiento. Este chico de melena teñida, ojos cautivadoramente azules y tatuaje de Ave Fénix en el brazo derecho emprendió viaje a los 14 años. En solitario y prácticamente sin dinero. «Antes le enseñamos algunas cosas básicas: montar una tienda de campaña, coger el tren, aprender a orientarse en la ciudad… Luego hicimos un viaje a Bruselas a modo de entrenamiento. Yo sólo hacía de acompañante: él tomaba las decisiones, compraba los billetes y se comunicaba con la gente», recuerda su padre.
Llegó el verano de 2006 y, tal como explica en su libro “El mundo sobre ruedas”, Albert Casals emprendió su primer viaje en solitario, ya que los padres de sus amigos se negaron a que éstos lo acompañaran por considerarlos –lógicamente– demasiado jóvenes. «Al principio lo pasamos mal, como en esa ocasión en la que nos llamó la policía de Bruselas y pensamos que le había pasado algo, pero luego vimos que se desenvolvía bien. Él nos va llamando y nos cuenta cómo va todo», explica su madre. Sus ruedas han pisado 25 países, algunos más que los referidos en el libro. Desde su génesis hasta su publicación, Albert ha tenido tiempo de recorrer durante seis meses América Latina, a donde partió con 20 euros en el bolsillo y de donde regresó con la misma cantidad, gracias a su capacidad para hacer amigos que le dan cobijo y a su habilidad para consiguir dinero haciendo piruetas con la silla en la calle o realizando labores para terceros.
Durante estos tres años, le ha pasado de todo: ha dormido en barcos abandonados e islas desiertas; ha tenido que reparar su silla de hierro con cinta adhesiva para seguir adelante; ha aprendido a colarse en los trenes, incluso teniendo que esquivar al revisor con un objeto tan aparatoso como su propio medio de transporte; se ha enfrentado a huracanes y ha viajado con contrabandistas; ha volcado un camión y ha ido de copiloto junto a un niño de 9 años ¡que conducía un tráiler de 10 toneladas!; en definitiva, ha visto un mundo al que ningún chico de su edad –y menos en silla de ruedas– tiene acceso.
Y así, rodando de un país a otro, y probablemente sin ser consciente del extraordinario sacrificio que hacían sus padres al dejar partir a un menor –sacrificio que algunos llamarían temeridad–, ha alcanzado dos conclusiones básicas que pueden leerse en su libro: «Habré conseguido lo que me propongo si, a lo largo de mi historia, os habéis preguntado al menos una vez por qué no hacéis las cosas que realmente queréis hacer: ¿Quién os lo impide, aparte de vosotros mismos? (…) No hay excusas. El ‘no puedo porque’… siempre es un pretexto». Y la otra enseñanza: «Después de que te hayan acogido 35 veces en casas diferentes, empiezas a sospechar que tal vez el mundo no sea un lugar lleno de asesinos en serie con ganas de abrirte en canal».
Evidentemente, Albert también ha tropezado con gente que ha tratado de impedir que continuara con su sueño de conocer mundo, como le ocurrió en un tren en Venecia, donde el revisor quiso prohibir el acceso a aquel menor de edad sin padres a la vista. O como le pasa en los aviones, cuando las azafatas se estremecen al ver llegar al chaval que no deja que nadie le coja en brazos para llevarlo hasta el asiento (la silla no pasa por el pasillo), sino que se tira al suelo, gatea como guerrero en trinchera, avanza hasta su asiento, trepa por el reposabrazos y se sienta de un brinco ante la mirada, siempre estupefacta, del pasaje.
Gran pericia. Albert Casals es casi un atleta. Con la silla de ruedas hace cabriolas sorprendentes y, aun siendo un chaval obviamente delgado, sus brazos lo encaraman a la cima más alta. Sube y baja de la silla con una pericia asombrosa, trepa a los árboles con una rapidez pasmosa, asciende y desciende escalones con un control absoluto de su medio de transporte. En definitiva, se ríe de la multitud de barreras arquitectónicas que ha encontrado a lo largo y ancho del mundo.
Da la impresión de que el mundo no está preparado para los minusválidos, pero ocurre que Albert Casals no ve diferencias entre quienes pueden o no manejar las piernas. La fuerza de voluntad y la agilidad de sus brazos son suficientes para visitar cualquier país, características que, además, han hecho que la Fundación Step by Step, dedicada a la rehabilitación de pacientes afectados por lesiones medulares, le haya nombrado embajador. «La silla te ayuda a viajar porque elimina el miedo. Cuando haces autostop, los conductores te recogen porque no te consideran peligroso», explica Canals sin siquiera sopesar que el miedo debería tenerlo él respecto a los conductores. «Y otra ventaja: la gente se me acerca porque tiene curiosidad por saber quién es ese chico de pelo azul que viaja por el mundo sin un duro y montado en una silla. Y así hago amigos nuevos que me ayudan», sentencia.
De todas estas experiencias, Albert ha extraído su propia filosofía vital, bautizada con el nombre de felicismo, según la cual nada ni nadie debe impedir que alcancemos el fin último de nuestra existencia: la felicidad. «Lo único que importa es ser feliz. Nada más que eso. Por tanto, todo lo demás sobra. El felicismo sólo te dice que enfoques tu vida en la búsqueda de la felicidad», razona. Es una escuela de pensamiento en principio bastante evidente, pero que no todo el mundo aplica en su vida cotidiana. A sus 18 años, Casals la lleva a rajatabla, como demuestra el hecho de que hace unos días pasara la tarde, con otros amigos, en un parque infantil. «Algunos dicen que eso es para niños, pero nos lo pasamos en grande. No importa lo que digan los demás».
Máximas. Gracias al felicismo, a sus agallas, a cierta dosis de ingenuidad normal en su edad y a la extrema permisibidad de sus padres, el chico ha recorrido medio mundo y se prepara para hacer lo propio con el otro medio. Porque, después de haber conocido Europa, Asia y América Latina, se prepara para afrontar su gran reto: África. Sus padres le miran resignados cuando se le llena la boca con este continente: «Seguro que todo sale bien. No os preocupéis», tranquiliza. Pero el problema no es que vaya en silla de ruedas. Eso no preocupa a su madre porque sabe que Albert se maneja mejor con ese vehículo que muchas personas con sus pies. El problema es que va solo a un destino que, al menos desde aquí, parece peligroso.
De todo lo que le suceda extraerá, probablemente, la segunda parte de su libro y quién sabe si algo más. Porque su afición a la fantasía ya le ha llevado a escribir alguna novela que no ha conseguido acabar. Tal vez tiene la edad perfecta para acumular experiencias y convertirlas en ficción. Quién sabe. «Ahora me estoy tomando un año sabático antes de ingresar en la universidad, y después supongo que me matricularé en alguna carrera divertida, como Antropología o Filosofía».
Así se divierte Albert Casals: leyendo a Terry Pratcher, jugando a Dragon Ball, discutiendo sobre agujeros negros con su padre y viajando según esa máxima que aprendió en la película Toy Story: «Lo que hacía hasta ahora no era viajar; era desplazarme con estilo».
Fuente: http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2009/499/1239987808.html
3 comentarios:
Impresionante...
Me quito el sombrero. No, como dijo Valle Inclán, me quito en craneo.
Qué cojones tiene este tío!
Otro ejemplo más de espíritu positivo ante la vida (o en la vida, mejor dicho).
Aplausos y ovación...
Me parece una historia impresionante, un carácter admirable y una filosofía de la que hay mucho que aprender. Sin embargo, y a pesar de que ante tanto que aplaudir las opiniones dispares no suelen ser bien acogidas (hasta ahora no he leído ni un “pero” al respecto, quizá porque no viene a cuento), tengo que decir que encuentro algo imprudente decir que no es peligroso o que todos los padres deberían dejar a sus hijos recorrer el mundo así. Es una experiencia que nos muestra una cara muy amable del mundo, y un coraje que abre muchas puertas. Sin embargo, yo no voy a dejar de tener presente que hay muchas experiencias que cada día también nos muestran que el ser humano no es tan amable, que los contrabandistas no son buena gente, y que hay cosas que se pueden aprender sin volcar un camión. Cuando mi hija crezca, ojalá tenga a este chico como modelo de valentía, optimismo y resolución. Sin embargo, tendrá que esperar a los 18 si quiere tener una aventura del estilo :)
hoy conoci a Albert que se quedo durmiendo en el Albergue en el qual estoy trabajando hasta el mes de Agosto le hice un dibujo que voy a poner en mi blog y voy a poner un link al tuyo.
Que niño maravilloso
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