Desayunamos con una pareja vietnamita frente al palacio de la reunificación de Saigón, el edificio administrativo que los americanos abandonaron a toda prisa en un helicóptero. Él es un rey del acero. Sus facciones son toscas, cuadrados los hombros y la mandíbula, los brazos fibrosos, la voz gutural, los ojos hinchados. Sus dedos parecen tubos articulados de hierro, gruesos como el anillo reforzado en uno de ellos. Se sienta en la silla apoyando los brazos en los apoyabrazos con gravedad, como debe hacerlo en el butacón de su despacho, con el aspecto compacto de una estatua de bronce. Es un hombre de fortuna.
Ella es una mujer esbelta, de piel ebúrnea pese a ser oriental, la faz angulosa, afilada la mandíbula, cubiertos los ojos tras gafas enormes que le dan un aire de insecto, una mantis religiosa. Sus labios son carnosos y rosados, de dibujo perfecto y sensual, el labio inferior dos tercios mayor que el superior, como el de algunos peces, una boca perfecta para besar. Sus pechos parecen llenos, una rareza en Saigón, sus dedos son largos, como su melena cinabrio, ondulada. Se mueve con estilo, cruza las piernas finas y se retira el cabello de la cara con frecuencia, para permitir ser admirada. Es generosa y prodiga su belleza como la primavera nos regala sus colores. En sus dedos y lóbulos de las orejas brillan diamantes grandes como lentejas. Su voz es suave, aunque apenas interviene en la conversación, como si temiera interrumpir a su marido. Es una mujer afortunada.
Mientras conversamos, el sol luce en el parque y se filtra a través de las hojas de un árbol inmenso que irradia paz y serenidad. Es una mimosa, aunque por los caprichosos y aparentes dibujos de sus raíces, los vietnamitas le dan el poético nombre de intestino de cerdo.
Cuando cae el sol, llega el desenmascaramiento. Él es un hombre de negocios, y como buen hombre de negocios, sabe que solo se logran trabajando con gente del gobierno. Contentar el capricho de quien manda es como orientar una brújula en un campo magnético. Bailas su música, que cada día cambia, y en cualquier caso, es ocupación que comienza cuando termina tu trabajo, por lo que todo es trabajo, y las horas libres lo son para servirles. Y en otro lugar, pasan las horas la mujer y los hijos en una casa vacía de padre y de marido, olvidados en una orilla del rio, mientras en la otra, el marido entretiene a quien se aburre de su suerte. Y ahora, en la soledad del ocaso, como cada noche, las gafas son grandes para ocultar la melancolía, la soledad y algunas lágrimas. Y ella observa en el espejo su cuerpo, del que tras la maternidad solo se enorgullece vestida, y se siente soporte decadente del bonito vestido que lució por la mañana. Y cuando el hombre de acero llega al hogar, es solo los restos de un hombre, incapaz de satisfacer los anhelos callados de ella. Así, entre silencios y lágrimas secas, transcurre el tiempo nocturno de quien durante el día es tenida por una diosa.
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